Ya sabes que estoy abierta a colaboraciones de todo tipo: literarias, artísticas, lo que se os ocurra si tiene que ver con la genealogía viva son bienvenidos.
Hoy te presento a Maite Doñagueda, psicóloga que imparte talleres de escritura y que ha escrito este relato cómico y paranormal para tatatanietos:
LIBRE
Todavía no eran las 8 de la mañana, cuando el teléfono me despertó con un estruendo alarmante.
Me levanté, y, fastidiada por la urgencia, descolgué el auricular. Una voz lejana y amarga se fue acercando, hasta adquirir un eco hondo, que me detuvo el pulso.
—Hija, piensa que el tiempo se acaba ¿ya planeas casarte?
—Abuela… hacía mucho que no llamabas —disfracé el terror que sentía de un entusiasmo anormal, al tiempo que mis ojos buscaban entre el desorden el paquete de tabaco.
Las llamadas habían empezado a los pocos meses de llevar sus cenizas al pueblo. Cuántas veces me había encontrado excusando el timbre del teléfono, de madrugada, ante alguien que esperaba suspicaz en la cama. Como siempre, su voz sonaba lastimera y cruel a la vez.
—Mira que con todo lo que hice por ti en vida, y que no le des una alegría a tu abuela… Hazme el favor y arréglate con Eusebio. Es mejor muchacho que aquel pelagatos y le debemos mucho.
Una retahíla de reproches me hundió en el sofá de la sala. El sonido de mi mechero la alertó:
—¿Estás fumando? Dime que no estás fumando —lloriqueaba e imaginé su arrugada mano de uñas pintadas, en ese gesto que, más que limpiar los signos del sollozo, trataba de señalar a su interlocutor una lágrima de cocodrilo.
—No estoy fumando abuela, le he encendido su vela a San Miguel Arcángel, como cada mañana —mi voz arrastraba las palabras, y la verdad de las cosas que deseaba decirle, pasaba a formar parte de un ovillo de lana gruesa, que en mi pecho iba adquiriendo textura de roca.
—Gracias a los santos que eres mi nieta buena, y sabe el Señor que me acoge que te he perdonado el disgusto que me diste y que me trajo aquí —empezaba a recitar a velocidad de poseída oraciones y alabanzas, que, yo sabía que, hasta a Dios, le resultarían obscenas.
—¿Me estás echando la culpa, abuela? —pretendí sonar irónica, aunque el deseo de llorar ya había transmutado en un puchero desolado.
—Hija… ¿cómo puedes…?
En una inyección de inesperada energía colgué el teléfono y apagué el recuerdo de su malintencionada voz con un trago de cerveza.
Deambulé por toda la casa durante un buen rato, hasta que, decidida, y habiendo agotado un paquete entero de cigarros, encendí el ordenador e inicié en Google una exhaustiva búsqueda de médiums. Me decidí por una línea 900 en la que, una vidente de voz pausada, me dijo que lo mejor que podía hacer era cambiar de número de teléfono. Me planteé estar siendo víctima de una tomadura de pelo, pero, aún así, la seguí escuchando.
—Al cabo de unos meses de buena conducta le permitirán acceder de nuevo a tus datos, entonces, vuelves a cambiar el número. Es una solución incómoda, pero los fantasmas familiares son muy perseverantes.
El remedio era tan sencillo que apenas podía entender cómo había estado tanto tiempo sometida a la voluntad de su insistencia.
Meses después, las llamadas continuaban sin sucederse. Me sentía feliz e inspirada. Vencedora y rebelde. Quizás un día iría a visitar su tumba, solamente para pedirle perdón por haber cortado la comunicación, “que esperaba que lo entendiera”, le diría, “que lo sentía”. No obstante, los días fueron sucediéndose y solo de vez en cuando recordaba ese propósito.
Una tarde, cuando menos lo esperaba, volvió a aparecer mi abuela en el teléfono. Mientras oía una serie de reprimendas sobre lo que le había costado que le volvieran a dar mi número, una sensación de impotencia crecía en mí. Recordaba las palabras de la médium y me sentía presa de una maldición. Corté la línea por tiempo indefinido.
Meses de silencio después, motivada por una voluntad desconocida en mi, tomé la decisión de dejar de fumar. Pensé que mi abuela se sentiría orgullosa, aunque poco me importaba lo que ella opinase. Llevaba unas semanas saliendo con Eusebio, el novio que ella anhelaba para mi. Apareció un día por casa para arreglar unos asuntos de la herencia y resultó ser un chico agradable. Él veneraba la generosidad de la difunta y yo me reía a solas, pensando que ella no lograría ver en vida, que sus deseos se habían cumplido. Estaba libre de su influjo, y eso era lo que importaba. Tal era mi sensación de alivio, que volví a dar de alta la linea y, sin entender demasiado el motivo, nunca volví a oír su voz al otro lado.
Sin embargo, a pesar de la recién estrenada calma, había una inquietud, que me acompañaba a todas partes.
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Fotografía: flickr.com/commons
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